
Uno de los remedios a los que se apela con más frecuencia para intentar paliar los prejuicios que socavan nuestras sociedades es la educación: gracias a ella, se dice, los individuos tienen la oportunidad de poner en marcha el pensamiento crítico, de juzgar por sí mismos y de combatir la ignorancia.
Pero parece que la relación entre la educación y los prejuicios es menos directa de lo que quedríamos. Según un reciente trabajo de investigadores de la Carnegie Mellon University, una mayor educación puede llevar a tener creencias más polarizadas, y no menos, en cuestiones científicas relacionadas con la identidad individual.
Los investigadores, Caitlin Drummond y Baruch Fischhoff utilizaron datos de la General Social Survey, una encuesta nacional de EEUU financiada por la National Science Fundation. Drummond y Frischhoff examinaron las creencias sobre seis cuestiones (investigación en células madre, el big bang, la evolución humana, los alimentos transgénicos, la nanotecnología y el cambio climático), poniéndolas en relación con tres indicadores del nivel de educación: la titulación obtenida, las clases de ciencia recibidas en el instituto y en la escuela y la aptitud general para los hechos científicos.
Drummond y Frischhoff hallaron que en cuatro de esas cuestiones, la investigación en células madre, el big bang, la evolución humana, y el cambio climático, los individuos con mayor educación tenían creencias más polarizadas. Escribe Drummond en una reseña del estudio para Science Magazine:
Sólo podemos especular sobre las causas subyacentes […]. Una posibilidad es que las personas con más educación es más probable que sepan lo que se supone que tienen que decir, en cuanto a esos temas polarizados, para expresar su identidad. Otra posibilidad es que tengan más confianza en su habilidad para argumentar su postura.
Da que pensar: El resultado del estudio de Drummond y Frischhoff es llamativo, pero viene a sumarse a algo que el movimiento escéptico viene afirmando en los últimos tiempos: la lucha contra la irracionalidad no sólo es una cuestión de educación. Y es que las creencias irracionales también campan a sus anchas entre los sectores de la población con más educación. Es algo sobre lo que ya traté en la entrada Los límites del pensamiento crítico y el poder de la educación.
Tal y como mencionaba en aquel artículo, quizá no haya que caer en un excesivo cinismo: gracias a la educación, o en buena parte gracias a ella, se han conseguido avances sociales y de conocimiento en una buena cantidad de ámbitos importantes. Lo que sucede es que parece que siempre vayamos a encontrarnos con un muro de prejuicios enraizados en nuestra personalidad que la educación, la racionalidad y los datos no pueden traspasar.
Puede que, como también apuntada en aquel artículo, parte de la solución en la lucha contra los prejuicios y la irracionalidad esté en la comunicación. Como afirma el médico Vicente Baos:
El desprestigio social es lo que funciona. Convencer a un homeópata de que lo suyo no es nada resulta imposible porque es una creencia arraigada y la gente tiende a evitar las disonancias cognitivas, es decir, a rechazar lo que va en contra de sus creencias más profundas. Un ejemplo serían las famosas pulseritas Power Balance, la gente que las usaba empezó a no hacerlo cuando se creó la sensación de que era un poco ridículo. La inmensa mayoría de la gente lo abandonó, independientemente de si antes creía que hacía algo o no. Pero si el pensamiento social es crítico, algo se abandona y se olvida. Aunque habrá otra cosa que salga, eso es inevitable.