Leer nos hace más libres. Leer nos hace mejores personas. Leer nos cambia la vida, nos permite conocer nuestro yo más íntimo y experimentar vidas y realidades ajenas a la nuestra. Leer es una puerta abierta a la fantasía y a la maravilla.
Estas y otras afirmaciones semejantes son una parte fundamental del discurso sobre la lectura de los últimos años. Tales aseveraciones se pueden hallar en las opiniones de docentes, de escritores e intelectuales, y también en las campañas oficiales de promoción de la lectura.
Parece que se ha optado por ensalzar el valor de la lectura apelando a sus en apariencia múltiples beneficios, en unos tiempos en los que la lectura (al menos la lectura de libros en papel) tiene unos poderosos enemigos en las nuevas formas de aprendizaje y entretenimiento digital.
Tan ubicuo es dicho discurso que podríamos decir que ha dado paso a un subgénero de ensayo sobre la lectura: aquel que matiza e incluso niega su utilidad. Y ello por la vía de la crítica, de la deconstrucción de los beneficios que se suelen aducir para afirmarla.
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