A no ser que el lector sea creyente de una de las grandes religiones monoteístas, o de determinadas creencias transmundanas, he aquí una verdad incontrovertible: un día moriremos. No sólo nuestro cuerpo, sino también nuestra conciencia desaparecerán. Y nos convertiremos en polvo. En nada.
En cierto sentido, quizá se puede decir que continuamos viviendo mientras haya alguien que nos recuerde. Puede que ello sea lo que lleva a tantas personas a preocuparse por su legado, por su impacto en la vida de los demás, más allá de las rutinas propias del día a día o de las emociones y vivencias menos rutinarias.
Así puede que nuestros amigos, nuestros familiares directos (como nuestros hijos o nietos) o nuestras parejas sean las encargadas de mantenernos “vivos”. Pero, ¿qué pasa cuando con el pasar del tiempo esas personas, a su vez, ya no estén? Nuestro recuerdo y, al fin, nosotros mismos, habremos desaparecido por siempre más, y nada en la Tierra ofrecerá un indicio de nuestra existencia.
No es un pensamiento agradable precisamente. Como animales que tenemos consciencia de nosotros mismos, de nuestro devenir, y una cierta sensibilidad para nuestro lugar en (llamémoslo así) el gran cuadro del cosmos, puede que en algún momento tengamos que lidiar con la certeza de la muerte y el olvido. Y que tengamos que hacerlo seriamente, ya sea para sublimarla, afrontarla o para llevar a cabo alguna especie de exorcismo.
Para el director David Lowery parece que su estrategia particular de afrontamiento pasó por grabar la película A Ghost Story.
Sigue leyendo «A Ghost Story, y el imposible sentido de la vida»